La casa abandonada

Hoy pasé por la casa que fue nuestro cobijo durante tiempo. Siempre dijimos entre bromas, que su estilo antiguo iba acorde con tu forma tradicional de ser, metáfora que utilicé indirectamente como escudo, cada vez que quería decirte algo que no me animaba a hacerlo de frente por temor a herirte. Nunca fuiste demasiado expresivo en tus manifestaciones de cariño, por lo que cada vez que hacías algún arreglo en ella, en el jardín o te lucías en el viejo parrillero y aparecías a la mesa con el asado y  una sonrisa frondosa en tus labios, yo sentía que era tu forma de demostrarme tu querer. 
Allí vivimos muchas noches de tormenta –mis favoritas- que estando juntos, pasaban a ser noches de placer intenso. “La casa parece felíz, no?” –me preguntabas luego de estos momentos- como adjudicándole participación en el evento. Nunca pude saber  si me preguntabas a mí si era felíz o te lo preguntabas a ti mismo.

La casa era una entidad aparte de nosotros y sin embargo tan impregnada en nuestra sangre, que hasta olíamos a ella y ella a nosotros.

A medida que  pasaron los años, la casa se fue deteriorando y  aparecieron  resquebrajaduras en las paredes y en el techo. Y por más que intentamos remendarla, nunca logramos que volviera al estado de cuando recién nos mudamos. Pese a ello,  nos fuimos amoldando, aún cuando últimamente dormíamos en cuartos separados porque el nuestro se llovía.

Hasta que llegó un día en que por más intentos, supe que no tendría mas remiendos ni la casa, ni nosotros. Los revoques no tapaban las hendiduras de las paredes ni del techo, así como aquellas cosas que siempre interpreté como tus demostraciones de afecto, dejaron de ser suficientes para llenar mi necesidad de amor. Y decidí marcharme. No obstante antes de hacerlo, te pedí me dieses un recuerdo que llevar  como huella material de tu presencia en mi vida. Buscaste ansiosamente entre tus cosas un “algo” que sintieses querido y que fuese  importante para ti y te sentiste perdido al descubrir que ningún recuerdo  te ataba a mí. Nada te ataba a nada ni a nadie, excepto una pequeña muñeca de trapo que llevabas de modo constante en el auto, a partir del día que deshojaste en él una margarita cuyo pétalo final te dió un "te quiero",  tiempo atrás. Pero de ese recuerdo, no formaba yo parte. Por lo que me conformé con traer en mi retina,  tu ya gacha figura asomándose a la puerta al momento de despedirme con cierta tristeza y en mi bolso, una tableta de chocolate Lindt que siempre comprabas  para mí y que tomé de la cocina.

Es el recuerdo que tuve presente hoy, cuando al pasar por la casona ahora abandonada y ver que estaba por ser derrumbada, levanté mi mano derecha y saludé hacia la ventana del que fuera nuestro dormitorio, como si allí estuvieses aún para recibirme al llegar. Y no sé si fue mi sugestión o el viento, pero la vieja persiana de arriba se movió, como devolviéndome el saludo, mientras yo llevaba a la boca, el último cuadradito de chocolate.